7. 20 rosas rojas sobre el camino de piedra

20.01.2022

-Dicen que hay que dejar veinte rosas rojas sobre el caminito que va desde el puente viejo hasta la entrada del bosque. Veinte. Ni una más, ni una menos.

-Entonces hagámoslo. Cortemos las flores del rosal de doña Paulina. No creo que se enoje, si le explicamos para qué las queremos.

Segismundo, Enriqueta y yo partimos hacia la casa de doña Paulina, que seguramente estaría ya durmiendo, puesto que apenas se hace el atardecer no queda un alma en las calles. No es que el pueblo tenga poca diversión, lo que sucede es que desde que empezaron a desaparecer las personas, ya nadie quiere arriesgarse; algunas comentan que se trata de trolls, mientras que otras evalúan la posibilidad de que los raptores sean ogros. Yo no estoy seguro de cuál es la respuesta, pero no veo qué ventaja podríamos tener si fuera uno u el otro.

Llegamos hasta lo de doña Paulina. Da la casualidad que el terreno de al lado de ella está desocupado; era -sigue siendo- sólo un descampado en el cual a veces nos infiltrábamos para hacer un picadito o, más de noche, buscando escondite para las escondidas. A este terreno sólo lo separaba un alambrado de la casa de doña Paulina. Fuimos hasta el fondo y atacamos el rosal a través de los agujeros del alambre. Las ramas punzantes atravesaban una vieja glorieta y algunas de ellas pasaban hacia el descampado por medio del alambrado. Nos pusimos los guantes y con mucho cuidado cortamos la cantidad de rosas que necesitábamos. De doña Paulina no hubo noticia.

Cuando hubimos recolectado las flores que necesitábamos, salimos del descampado y nos dirigimos a la salida del pueblo. Una vez allí, nos enfrentamos al viejo puente. Segismundo siempre parecía estar colgado de la luna de Valencia, por lo que Enriqueta tomó la iniciativa y empezó a colocar las rosas sobre el caminito del puente. Una tras otra a no más de dos metros de distancia entre cada una.

Una vez colocadas las florcitas, nos miramos expectantes. Como parte de nuestro plan previo, nos dirigimos hacia una pila de maderas a medio pudrir que estaba medio ordenada a la orilla del arroyo sobre el que pasaba el puente. El arroyo estaba prácticamente seco, como casi todas las cosas a su alrededor.

Allí esperamos, nerviosos y ansiosos por comprobar si nuestra aventura daba frutos. Tras lo que pareció una eternidad, Segismundo chequeó un viejo reloj de pulsera y comentó por lo bajo que sólo habían pasado quince minutos. Apesadumbrado por la impaciencia, quiso dar media vuelta y volver a su casa, pero Enriqueta lo calló con un gesto soberbio.

Cuando ya daba la sensación de que nada iba a suceder, se largó a llover. Gotas grandes, pesadas, que rebotaban contra la madera del puente como pequeñas pelotas de goma picando incesantemente. La lluvia hizo que corriéramos hasta una lomita cercana, desde la cual aún podíamos observar el puente; mientras estaba acomodándome la camiseta que por la lluvia se me pegaba al cuerpo, Enriqueta me palmeó el brazo. La miré, e inmediatamente dirigí la vista hacia el puente. Allí estaban.

Cuatro seres gigantescos, de alrededor de tres metros de estatura -o más, el miedo suele desafinar la percepción un tanto-, caminaban con dificultad a través del viejo puente juntando las rosas rojas que habíamos dejado. Daba la sensación que apenas podían desplazarse: también es posible que, con los nervios que me acosaban, no entendiera realmente lo que estaba sucediendo. Parecían seres humanos, con uno de esos desórdenes genéticos que producen un gigantismo desproporcionado. Usaban el pelo largo, tenían barbas cortadas como a hachazos y una expresión bastante calma. La gente del pueblo, al fin y al cabo tenía razón. Eran trolls.

Cuando terminaron de juntar las rosas, regresaron por donde habían venido, desde el bosque. Por supuesto, Enriqueta no podía quedarse sólo con esa impresión, así que decidió salir del escondite y seguirlos a lo largo del puente. Yo la seguí. Segismundo iba detrás de mí, pero tan lentamente que parecía caminar para atrás, no para adelante.

Los seguimos hasta que el último de ellos desapareció entre los árboles del bosque. Ni siquiera Enriqueta se animó a internarse en lo profundo; además de la lluvia, estaba oscureciendo bastante, y era fácil perderse en esos páramos. Así, volvimos por el sendero sobre el que un rato antes habíamos colocado las veinte rosas rojas.

Aunque no volvimos a poner esas flores sobre el camino de piedra que va desde el viejo puente hasta el bosque, muchas veces hicimos vigilia para comprobar si lo que vimos esa tarde fue real. Obviamente, lo fue, puesto que los tres coincidimos en nuestro recuerdo. Sin embargo, nunca más vimos a esas criaturas tan parecidas a nosotros, pero tan disímiles en tamaño.

Con los años me fui a la ciudad a estudiar; también Segismundo, con quien me encontraba cada tanto para ahogar las penas de las malas notas. Yo nunca más vi a Enriqueta, pero él me contó una vez que, al volver al pueblo, averiguó sobre ella. Le dijeron que había muerto de fiebre escarlatina, pero yo no lo creí. Seguramente anda en los bosques, buscando a aquellas criaturas bajo la pesada lluvia. Yo cada vez que veo rosas rojas, me acuerdo de ese día. Pero siempre decido no llevarme las rosas conmigo. Prefiero el recuerdo. 


FIN

Es mejor mirar al cielo que vivir en él. 
(Truman Capote)
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar