Perros en el andén

20.05.2018


¡Mueran hombres como perros! ¡Den coronas como agujas!

William Shakespeare, Henry IV

La rutina cansa a cualquiera. Esa frase recorría mi mente noche tras noche cuando regresaba de la facultad. Los horarios estipulados en subterráneos y trenes, y el hecho de correr para no llegar a casa unos treinta o cuarenta minutos más tarde de lo considerado ideal, agotaban poco a poco el resquicio que se iba formando entre la natural cordura y la pequeña irrealidad utilizada como escape por algunos sectores recónditos de mi cabeza.

La rutina pasa muchas veces por alto en aquellos momentos, a esas horas de la noche. Por eso no resultaba extraño ver a los pocos viajantes que compartían mi recorrido con las mismas caras de cansancio; una y otra vez, la escena se repetía.

Pero esa noche de la cual voy a contar cambió mi rutina para siempre.

Al bajar del subterráneo apresuré mi paso como de costumbre. La sensación de perder el tren a esas altas horas es muy frustrante, sobre todo para alguien que sólo quiere llegar a su cama con el único objetivo de descansar. Y sobre todo si se tiene en cuenta que ese solía ser el último tren de la noche.

Subí automáticamente al vagón, eligiendo intencionadamente uno del medio. Me dejé caer pesadamente en un sillón desocupado y apoyé la cabeza sobre el puño. Miré por debajo de mi propio flequillo a mi alrededor; caras soñolientas, de repetida rutina y agotamiento. Las caras de los otros viajantes. Un hombre calvo y delgado de unos cincuenta años, se aferraba a su bolso (presumí que de trabajo) mientras ensayaba un bostezo hacia su otra mano. A mi derecha en otro sillón, un tipo gordo, colorado por el frío, meneaba su desprolijo bigote sin cesar al tiempo que dormía y, me figuré entonces, soñaba con alguien a quien apreciaba (vaya sonrisa la que exhibía en su rostro).

Giré con desgano y observé a las pocas personas que compartían el vagón sumidas en sus respectivos sueños, incluyendo a una mujer mayor que cabeceaba con una inconsciente insistencia.

Acomodé mi mochila entonces y me relajé. Estaba creo a punto de dormirme cuando me despertó el silbato del guarda anunciando la partida del tren, el comienzo del viaje. Retomé mi idilio con el sueño. Hablaba -se me ocurre- con mi subconsciente cuando, de un leve sacudón, me golpeé la frente con el cristal del vidrio. Miré hacia mis costados. El tren se había detenido. Nadie subía ni descendía del vagón. A lo lejos creí oír el ruido de unos perros ladrando copiosamente. Parecían provenir desde el andén, a la altura del vagón siguiente. Decidí ignorar ese ruido y me palpé la frente. Por suerte no tenía nada; ni un ligero destello de dolor, siquiera. Mis compañeros de viaje dormían plácidamente, inclusive el señor gordo había dejado de menear su bigote y estaba roncando tenuemente.

Me acomodé para seguir durmiendo, y creo que por unos minutos lo hice, hasta que me desperté sobresaltado por un ruido fuerte e insistente.

Para ese entonces estábamos ya en Arata, la estación siguiente, cuando aquel ruido llegó a mis oídos. Naturalmente, me levanté con lentitud del asiento para observar de dónde provenía el mismo, pero antes de verlo con mis propios ojos, ya lo había deducido mentalmente.

Era una especie de jauría.

Cuando me acerqué a la puerta del vagón, ésta estaba abierta, y esos perros se encontraban del otro lado, furiosos y con la intención de pegar el salto sobre mí. Espantado, retrocedí llevado por mi instinto, pero mi asombro no se hizo esperar, ya que aquellas fieras desatadas no se decidían a cruzar la línea y subir al tren. Gracias a Dios que no.

Por un instante, me sentí confundido por la presencia de esos perros, apostados a un costado del tren, sobre el borde del andén. El grupo de canes ladraba furiosamente hacia el vagón donde yo estaba, con una rabia descontrolada; sus bocas derramaban saliva en exceso, y éstos se balanceaban con toda la intención de dar el zarpazo y triturarme hasta dejarme repartido en muchos pedacitos.

Claro, mi imaginación corría a miles de revoluciones por segundo. Al cabo de un momento de agitación, se cerraron las puertas y el tren reanudó su recorrido.

Entonces, como recuperándome de un trance, miré a mi alrededor.

Nadie me miraba. De hecho, las pocas personas que compartían el viaje no parecían haberse percatado de los perros; ni siquiera de mí. Apoyé una mano sobre el respaldo de mi asiento y me senté, dubitativo. Miré por la ventanilla. Ausencia total de movimiento, excepto por árboles que el viento agitaba bravamente.

Improvisé un bostezo, pero el sueño no llegó. A lo lejos a través del cristal advertí que llegaba a Beiró, la estación siguiente. Fue inevitable perder el control. El tren frenaba, pero yo no escuchaba ya ese chirrido; sólo oía el ladrido de los perros. Me paré y me dirigí hacia la puerta, tratando de hacer frente a una situación que se me antojaba ridícula. Bueno, pues se abrieron las puertas, ¡y una jauría de perros embravecidos me ladraba copiosamente con la intención de saltarme encima! Sabe Dios de dónde habían salido esos perros que me miraban con ojos cargados de un fuego furioso. Sin dominarme, corrí hacia la otra puerta del vagón, movido por un miedo ciego, pero cuando llegué a ella, los perros me esperaban allí ladrando y empujándose a sí mismos para poder entrar. Uno de ellos lanzó un cabezazo al aire, pero no consiguió entrar al tren. No sé porqué no lo logró. Las puertas estaban aún abiertas. Presa del terror, retrocedí sin mirar, me tropecé con un cesto de basura, y caí a medias sobre el brazo del señor de los poblados bigotes. El hombre se movió un poco, pero siguió durmiendo. Las puertas del tren se cerraron, y el tren arrancó nuevamente.

Aturdido, regresé tambaleando a mi asiento. Los perros se oían a lo lejos mientras el tren avanzaba dejando atrás Beiró. Mi respiración se había vuelto muy agitada. No creía en lo que estaba sucediendo. Me resultaba imposible razonar, estando tan nervioso. Durante las siguientes estaciones, lo intenté todo. Me tapé los oídos, pero los seguía viendo (era inevitable mirar hacia la puerta aunque sea de reojo). Taparme los ojos de nada sirvió, lógicamente. También probé pasándome al vagón siguiente, pero los perros igualmente me esperaron al abrirse las puertas. Esto no era lógico. Eran los mismos siempre. Sus ojos llenos de fuego y sus bocas con mucha saliva manando de ellas hacían nula cualquier duda.

Me resigné luego a esos condenados perros. Ellos seguían esperándome parada tras parada, pero yo me quedé sentado, arrinconado contra el respaldo y tratando de dominar mis miedos, a pesar de que los tenía casi encima ladrándome y, en cierta forma, advirtiéndome.

No sé cómo, pero finalmente el tren alcanzó la estación José María Bosch. En el mínimo instante que antecede al abrir de las puertas, me mantuve paralizado en mi asiento sin saber exactamente qué hacer. Cómo iba a bajar con esos perros esperándome afuera. Hasta que se abrieron las puertas. No había ninguno de ellos tras ésta. Entonces razoné que no había escuchado a los perros al llegar allí. Di un paso cauteloso hacia el andén, y salí al aire frío de la estación un tanto extrañado. Nada ni nadie en toda la estación. La soledad es angustiante, pero no te inquieta como una jauría esperando destrozarte y comer tus entrañas.

Así que salí de la estación Bosch, casi convencido de que todo había sido una alucinación, un temor producto de mi cansancio. Todo cerraba, incluso la carencia de reacción por parte de las otras personas en el tren. Avancé en el camino a casa que eran de unas seis cuadras, ya riéndome de mi estupidez. El miedo te ataca donde menos te lo esperas.

Estaba acomodándome el sobretodo, cuando de repente, el ulular de los árboles me resultó distinto. Miré a un costado; pocos árboles en la zona. El ruido se hizo más claro, y entonces di cuenta de mi cordura. Era el ladrido de los perros. Un fugaz espasmo recorrió mi cuello, y me di vuelta tímidamente. Nada se veía, pero ahora era nítido el gruñido de esas bestias. Sin pensarlo, me lancé a una apresurada caminata que pronto se convirtió en corrida. El ladrido comenzaba a aproximarse mientras me acercaba a casa. Ya completamente agitado, corrí aún más estando a una cuadra, sintiendo a los perros ya casi encima mío, pero sin atreverme a mirar. Al ver por fin la fachada de mi casa, mis piernas hicieron un último y agotador esfuerzo, mientras mi cabeza era un remolino de insultos. Llegué a la puerta, con los perros encima (eso es algo que no podré nunca precisar) y, por obra y gracia del destino, puse la llave y abrí con una velocidad lumínica. Cerré la puerta de golpe, me apoyé turbado en ella, y sentí a los perros pasar por allí ladrando con fiereza y alejarse del portal a un ritmo frenético.

¿Me buscaban a mí?

Con mucho aplomo, me relajé en la oscuridad de mi casa tirándome al piso, al tiempo que prendí la lámpara de la mesita de luz. Lo que vi casi me hizo saltar hasta el techo. Mi perro Borges (un doberman) se encontraba allí, frente a mí (¿o debo decir: frente a la puerta?), con los ojos abiertos de par en par, en una posición semi-erguida que reconocí como de alerta. Miraba fijamente con una intensidad que erizó hasta el último y más recóndito de mis vellos. Los perros ya casi no se oían, pero al ver a Borges con sus orejas tensas, supe que también los había escuchado. Desde ese momento supe también que Borges todavía seguía protegiéndome contra todo mal, a pesar de que llevaba muerto más de cinco años.

FIN

Es mejor mirar al cielo que vivir en él. 
(Truman Capote)
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