Posdata

15.11.2020

David caminaba lentamente sobre la tierra. La sentía pesada, densa, apelotonada. Era imposible distinguir en el suelo algún tipo de camino. Por todas partes se erigían pequeñas elevaciones, montículos de polvo. Miró a su alrededor: el panorama, además de ser desalentador, asomaba sombrío y hasta un poco tétrico. Se podían distinguir deformaciones propuestas en formas de médanos, como si el suelo fuera arenoso -quizás lo era-, y un frío recorría su cuerpo al pensar en aquellos últimos habitantes, condenados con sus malformaciones a liquidar la supervivencia de la especie.

Oyendo una tenue voz giró sobre su eje, miró a Tania, y encontró en sus ojos la misma pesadumbre que moraba adentro suyo; habían esperado una década para volver, y el panorama era peor de lo que esperaban que fuese. Difícil, pero dentro de toda lógica, estaba la causa de aquella visión: el ser humano tanto se había empeñado, que terminó por destruir su hogar, y él, después de aquel tiempo, formó parte de aquella delegación tristemente célebre que le tocó regresar a la Tierra y comprobar el penoso estado en que ésta se hallaba. Tania le devolvió esa mirada de resignación, y apoyó una mano sobre su hombro, señal de afecto después de tantos años de conocerse. Por un instante se detuvo a su lado.

David lloró, y su visor se empañó levemente, pero siguió caminando, a sabiendas de que no iba a encontrar nada a salvo, nada en pie, nada con vida. Gimió, y Tania le dio palabras de aliento desde el radio transmisor.

David sintió ganas de volver el tiempo atrás, y cambiar las cosas. Pero supo que era el destino, que solamente una persona no podía modificar los actos de toda una seguidilla de generaciones degeneradas, que el poder y la ambición no se correspondían con el tiempo ni con el espacio, sino con la objetividad egocéntrica de una raza que quiso hacerse con la verdad sin importarle lo buena o mala, ni lo simple o compleja, ni siquiera lo necesaria e innecesaria que ella fuera.

David sintió ganas de no pensar en futuros, ni pasados. Renegó de su condición, y del hecho de que le haya tocado presenciar la debacle y la pérdida de su primer hogar, como ser humano.

David deseó ser niño otra vez. No entender de las preocupaciones.

Dio media vuelta y regresó con las otras personas que componían el rastrillaje. Tania caminó a su lado. Tropezó levemente con una piedra (que resultó ser una especie de fósil, pero al comprenderlo, no se vio afectado), y con la mirada resuelta hacia el horizonte no volvió a detenerse por ninguna sensación.

David despertó porque alguien lo estaba sacudiendo, agitando su brazo. Con mucho cansancio abrió sus ojos, y en un primer momento pensó que su hermana lo estaba fastidiando como todas las mañanas, para quitarle minutos de sueño. Pero no era su hermana. Se trataba de Tania, su vecina, que de alguna manera la había logrado entrar a su casa. David no tenía idea de la hora, pero no importaba. Porque su querida Tania estaba allí. Al costado de su cama. Algo le decía ella, y tuvo que entornarse un poco y sacarse la fiaca para entender de qué hablaba:

-David, ¿escribiste tu cartita?

-¿Qué cartita? -respondió David, y al instante recordó-: Ahh,, sisí, la hice. Pedí...

Pero en ese momento, David se frenó, pensó, lo pensó muy bien. Miró fijamente el arbolito de navidad que estaba en el rincón de su cuarto, titilando con lucecitas de todos los colores y con algunas bolitas rodando por el piso, y se concentró en la carta que había hecho con un pedazo de hoja canson amarilla. No llegaba a leer el contenido, pero obviamente lo recordaba: un autito de carreras que había visto en la juguetería, una pelota de fútbol (con las impresiones de sus jugadores favoritos), un videojuego de...

Sin escuchar lo que Tania le decía, se levantó pensativo de la cama y caminó hacia el arbolito; al llegar, extendió su mano y tomó la cartita que había escrito, la quitó y se quedó mirándola, hasta que sintió una voz lejana. Giró sobre sus talones. Tania le hablaba con mucha ternura. Él sólo pensaba en el contenido de la carta, con extrañeza. Hasta que su amiga posó de golpe la manita sobre su hombro. La miró y entonces, súbitamente, comprendió la causa de su extrañeza.

David le sonrió a Tania, y buscó un lápiz de color en la cartuchera de madera que tenía sobre la mesita de luz. Entonces, al encontrar su lápiz azul favorito, apoyó la carta en la mesita y escribió, debajo, en un lugarcito que le quedaba:

-Ah, Papá Noel, ya sé que te pedí mucho este año, pero no me voy a enojar si en lugar de esos juguetes, sólo por esta vez me prometés que no me voy a separar nunca de Tania.

David pensó entonces, satisfecho: no importa lo que pase, no sé si voy a tener siempre esta casa, pero Tania va a estar siempre conmigo.

fin




*escrito allá por Diciembre del 2010

Es mejor mirar al cielo que vivir en él. 
(Truman Capote)
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